En 1971, el año en que se fundó Médicos Sin Fronteras (MSF), murieron más de 15 millones de niños menores de cinco años. En los años transcurridos desde entonces, este número ha disminuido drásticamente, en gran parte gracias a programas médicos esenciales como los que llevan a cabo MSF y otras organizaciones médico humanitarias. Cada año tratamos a unos seis millones de niños, vacunamos a casi dos millones contra el sarampión y ayudamos a más de 300.000 madres a que puedan dar a luz de manera segura a sus bebés. Trabajamos en algunos de los lugares más remotos, más pobres y más peligrosos del mundo, en donde sacar adelante un paciente requiere de un gran esfuerzo y en donde perder la vida resulta tremendamente sencillo.
El mundo se enfrenta en estos momentos a la pandemia del coronavirus COVID-19, una crisis que no tiene precedentes en nuestros casi 50 años de historia. Y si bien resulta menos probable que los niños sean víctimas directas del virus, las consecuencias colaterales que tiene esta pandemia para ellos quizás representen la mayor amenaza para la salud infantil a la que nos hemos enfrentado.
A diferencia de los países más golpeados hasta el momento por el COVID-19, donde el mayor foco de preocupación está en las personas de edad avanzada, en contextos con pocos recursos y sistemas de salud débiles, la salud de los niños es a menudo mucho más frágil que la de los mayores. En la mayoría de los lugares donde trabajamos, muchas familias ya conocen el dolor de perder un hijo, un sufrimiento al que ahora se le añade una enorme incertidumbre: la pérdida de servicios básicos vitales ya comienza a ser una realidad. En estos meses, muchos de ellos se han visto gravemente comprometidos o incluso ya se han dejado de lado.
Aunque es imperativo que todos respondamos rápida y directamente a la amenaza que supone el COVID-19 para la salud global, los efectos de la respuesta pandémica en lo que se refiere a salud infantil, particularmente en contextos humanitarios, podrían ser devastadores. Los anteriores brotes de Ébola nos demostraron que aquellos que mueren por causas indirectas pueden superar en número a los que mueren por la enfermedad misma. El cambio de prioridades y la enorme cantidad de recursos que se están destinando a atender la emergencia del COVID-19 tienen obviamente consecuencias. Y por ello, tenemos que ser conscientes de que las decisiones que tomemos en este momento, como financiadores e implementadores de la atención médica, tendrán un impacto crucial en la salud infantil, tanto durante la pandemia como después de esta.
Es probable que el efecto directo del COVID-19 sobre los niños en entornos afectados por crisis humanitarias sea mayor que el observado hasta ahora en los países más ricos. Si bien los casos más graves de COVID-19 se han dado hasta ahora de manera abrumadora en adultos, todavía no sabemos cómo afectará a los niños en los lugares donde trabaja MSF. Lugares en los que, a menudo, la población infantil tiene afecciones y enfermedades subyacentes, como desnutrición, tuberculosis o VIH. Tampoco podemos predecir cómo interactuará con las enfermedades infecciosas comunes en estas zonas, como la malaria y el sarampión.
Sin embargo, la amenaza más peligrosa para la salud infantil no será la enfermedad en sí, sino sus consecuencias indirectas prolongadas. Veremos morir a muchos más niños como resultado de la reducción de actividades o del cierre de los servicios de atención pediátrica. Asistiremos a un aumento de las muertes de recién nacidos debido a la falta de un parto seguro y de atención postnatal. Incluso en aquellos lugares donde se mantengan los servicios de salud infantil, el miedo o la desconfianza que genera el COVID-19 hará que muchos padres y madres eviten llevar a sus hijos enfermos a los centros de salud, lo que provocará que niños con enfermedades potencialmente mortales lleguen demasiado tarde para recibir tratamiento. Esto es algo que ya está ocurriendo en países de rentas altas, pero que sin duda tendrá consecuencias mucho mayores en lugares con menos recursos y con sistemas de salud más débiles.
El COVID-19 llega en un momento especialmente delicado para los niños. Antes de que estallara la pandemia, ya se preveía que 2020 iba a ser un año de grandes crisis nutricionales en muchos lugares del mundo. Ahora, todos esos pronósticos corren serio riesgo de quedarse cortos y ya es un hecho que la desnutrición infantil aumentará dramáticamente como consecuencia indirecta del nuevo coronavirus. El Programa Mundial de Alimentos ya habla de que podrían alcanzarse niveles «bíblicos» de hambruna y ya se está constatando cómo muchos menores han perdido el apoyo nutricional vital que recibían porque sus escuelas están cerradas o porque la ayuda alimentaria se ha reducido.
Además, en los últimos años, ya estábamos viendo que la incidencia de algunas enfermedades como el sarampión y la difteria, que pueden prevenirse fácilmente con vacunas, había comenzado a aumentar de nuevo en países como República Democrática del Congo o en los campos de refugiados rohingya en Bangladesh. Estos tipos de brotes se multiplicarán a medida que las actividades de vacunación se sigan suspendiendo debido al COVID-19. Se estima que, por cada muerte adulta de COVID-19 que se evite merced a la suspensión de las actividades de vacunación, se podrían perder más de 100 vidas de niños. Desde el año 2000, las vacunas contra el sarampión han evitado más de 20 millones de muertes infantiles. Si deja de vacunarse y aumenta la desnutrición, que exacerba las muertes por sarampión, la reversión de este progreso podría ser devastadora.
Cada año, la malaria mata muchas veces más niños de lo que el COVID-19 ha llegado nunca a amenazar. Los países que experimentarán un pico en ambas epidemias al mismo tiempo, como ocurrirá en muchos lugares de África occidental, no pueden permitirse que el COVID-19 tenga prioridad sobre las actividades para reducir la incidencia de la malaria. La Organización Mundial de la Salud predice que en 2020 se perderán cientos de miles de vidas más por malaria, la mayoría de ellas de niños, si las estrategias de control y prevención se cancelan.
Dado que los donantes ya están retirando fondos de las instituciones multilaterales, no está claro si la financiación de las actividades destinadas a la salud infantil en los lugares donde MSF y organizaciones como la nuestra trabajan podrá recuperarse fácilmente durante o después de la emergencia de COVID-19.
A día de hoy, más de 333.000 personas han muerto por COVID-19, una cifra que nos ha conmocionado a todos. Sin embargo, si la cobertura de los servicios de salud infantil se reduce durante un periodo similar, podrían perderse entre 253.500 y 1.157.000 de vidas más de niños que se verán afectados por otras enfermedades que no se detendrán. La malaria, el sarampión y muchas otras enfermedades potencialmente mortales para los niños seguirán ahí y no desaparecerán por el simple hecho de que ahora la atención mundial esté centrada en detener el COVID-19.
La capacidad de MSF y de otras organizaciones humanitarias para prevenir la muerte de niños en entornos afectados por crisis humanitarias en plena pandemia de COVID-19 dependerá por completo de los medios para mantener y ampliar las actividades de salud infantil esenciales. Si alguna vez hubo un momento en que esto fue necesario, es ahora. Mientras el foco de atención permanezca exclusivamente centrado en el COVID-19, los niños vulnerables correrán el riesgo de morir olvidados.
No debemos permitir que esta pandemia robe su futuro a la próxima generación.
Artículo originalmente publicado en El Mundo.