La doctora australiana Kate Goulding ha estado a cargo de los servicios de urgencias y pediatría del Hospital General de Sinuni, en el distrito de Sinyar, que Médicos sin Fronteras (MSF) administra en asociación con el Ministerio de Salud iraquí desde mayo de este año. Tras intentar, sin éxito, encontrar un psiquiatra iraquí que pudiera trabajar en Sinuni por un periodo de tres meses, Kate, con el apoyo desde Ginebra de un psiquiatra especializado, asumió la tarea de prestar apoyo al personal local para atender a aquellos pacientes de salud mental que necesitaban seguir una medicación.
La gente rara vez habla de lo que le sucedió o de lo que vio el 3 de agosto de 2014, cuando el Estado Islámico tomó el control de muchas ciudades y pueblos alrededor del Monte Sinyar, en el noroeste de Irak. Cinco años más tarde, todos los yazidíes de Sinuni llevan consigo un profundo dolor por lo que suelen denominar como el «genocidio número 74».
El primer paciente al que vi en Sinuni era un hombre de 24 años al que llamaré Wisam. Su hermano le trajo al hospital con síntomas de tener una depresión severa, algo que pude constatar de inmediato. Durante nuestro primer encuentro, Wisam me habló del estrés que sufría, de sus dolores de cabeza y de estómago, de la pérdida de apetito que había padecido, de su dificultad para dormir y de sus pesadillas. Me detalló toda una constelación de síntomas depresivos que hacían que su vida cotidiana se hubiera convertido en algo terriblemente difícil de soportar.
Cuando paso una consulta de este tipo, trato de indagar en lo que llamamos «pensamientos, planes, medios y acciones» del paciente, utilizando el siguiente tipo de preguntas: “¿Últimamente, ha estado pensando en la muerte o en hacerse daño?”, “Si es así, ¿qué tipo de cosas le hacen pensar en suicidarse?” “¿Cómo lo haría?” “¿Tiene una pistola?” “¿Dónde la guarda?” “¿Alguna vez en el pasado trató de hacerse daño o de acabar con su vida?”
Wisam había presenciado asesinatos y también había visto a personas que habían sido obligadas a ejecutar a otras. Estaba teniendo pensamientos suicidas y muy a menudo también pensaba en matar. Por lo general, estos pensamientos no duraban mucho, pero notaba que cada vez eran más frecuentes y que iban asociados a fuertes arrebatos de ira. Recientemente había llegado a sacar un cuchillo durante una discusión familiar. Todos estos hechos serían de por sí alarmantes en cualquier paciente de cualquier lugar del mundo, pero lo que más me perturbaba en el caso de Wisam es que él era un soldado y que por tanto tenía un acceso muy fácil a todo tipo de armas. Armas que él mismo se había visto usando para acabar con su vida y con la de otros.
Los pacientes de salud mental se pueden dividir en tres categorías: aquellos que claramente pueden irse a casa, seguir un tratamiento y controlar su salud mental mientras siguen viviendo en la comunidad; quienes claramente necesitan permanecer en el hospital para evitar hacerse daño a sí mismos y a otros; y aquellos que se encuentran en la incómoda zona gris y que uno no sabe muy bien qué hacer con ellos. Wisam pertenecía claramente a este último grupo. Necesitaba comenzar un tratamiento con antidepresivos, pero a veces estos regímenes pueden empeorar los síntomas de la depresión y aumentar el riesgo de suicidio durante los primeros días y semanas antes de que comiencen a mostrar efectos positivos. Así que Wisam necesitaba que lo siguiéramos muy de cerca.
Por lo general, al menos es así en todos los hospitales donde he trabajado antes, a un paciente como Wisam, situado de forma tan clara en esa zona gris, tendría que manejarlo un equipo de psiquiatras expertos. Si la situación fuera lo suficientemente grave, podría incluso tener que permanecer en el hospital en contra de su voluntad con el fin de mantenerlo a salvo. En Irak, sin embargo, no hay bases legales para que el personal médico mantenga en el hospital a un paciente que no quiere quedarse. Aunque esté gravemente enfermo y la intención final sea la de tratar de protegerlo. Así que, sin psiquiatras en el distrito a los que poder acudir en busca de ayuda, la incómoda decisión sobre qué hacer con Wisam recaía en mí.
Le pregunté a Wisam si aceptaría quedarse ingresado en la sala de urgencias durante un par de días mientras comenzaba su medicación. Él se negó y yo sabía que no podría evitar que se fuera. Así que hice lo único que estaba al alcance de mi mano: ofrecerle un tratamiento que, con un poco de suerte, le haría sentirse mejor y pedirle amablemente a sus empleadores que le dejaran tomarse una semana libre en el trabajo. La carta que les escribí podría haber sido la que dirigiera un padre a un maestro de escuela, rogando que mantuviera a Wisam y a sus pensamientos enojados e impulsivos lejos de todas las armas de la región de Sinyar.
Desafortunadamente, historias como la de Wisam son bastante habituales en Sinyar. No recuerdo cuántas cartas de ese estilo tuve que escribir, pero sí sé que fueron muchas. Y en la mayoría de los casos, el objetivo acababa siendo el mismo: pedirle a alguien que por favor mantuviese lejos de cualquier tipo de arma a una persona que había mostrado pensamientos homicidas o suicidas.
Cuando preguntábamos a nuestros pacientes qué cosas les generaban estrés, muy pocos hablaban sobre el genocidio. De hecho, es muy difícil lograr que alguien llegue a hablarte de ello. Sin embargo, un tema que sí suele salir en las consultas de salud mental son los amigos y familiares que un paciente ha perdido.
Universalmente, la pérdida o desaparición repentina de un ser querido suele ser un desencadenante de fuertes luchas internas y una prueba de fuego para la salud mental de cualquier persona, con o sin el trauma asociado al conflicto armado. Y en Sinuni aprendí una cosa muy importante: que aquellas personas, a pesar de haber pasado por tantas cosas horribles, luchaban en buena medida con los mismos problemas con los que lidiamos cualquiera de nosotros. Es normal estar triste cuando tu esposo muere, cuando tu hijo está enfermo, cuando rompes con tu pareja o cuando te separas de tu familia. Y a menudo son este tipo de cosas las que hacen salir a la luz nuestros problemas de salud mental.
Lo poco que he escuchado sobre el genocidio proviene del personal con el que trabajé, no de nuestros pacientes. Historias de terror acerca de militantes del Estado Islámico que entraban por la fuerza en sus casas en medio de la noche y robaban su dinero, teléfonos y otras pertenencias; el alivio que sintieron cuando lograron escapar con sus familiares; la salida de la ciudad con un montón de gente apiñada dentro del coche, tanta que resultaba difícil cerrar las puertas del mismo; cómo se sintieron a lo largo de los días siguientes, escondidos en los valles de las montañas Sinyar y planeando su huida al Kurdistán iraquí.
Esta comunidad, especialmente los médicos, enfermeros y el resto del personal de MSF con el que trabajé en Sinuni, ha sido el grupo de personas más cálido y acogedor que he tenido el placer de conocer en toda mi vida. La mayor parte de los días su rostro irradiaba felicidad y esperanza. Y, sin embargo, en algunas ocasiones, un nubarrón que reflejaba la tormenta interna que había en sus mentes, se posaba sobre sus cabezas. Y es que cada vez que se paraban a pensar en su pasado y su presente, así como en las circunstancias que les rodeaban, la expresión de sus caras se volvía repentinamente seria y preocupada.
Mis colegas locales regresaban con sus seres queridos cada vez que tenían días libres. La mayoría de ellos viven en campos de desplazados y no tienen planes de regresar a Sinyar. Y como ellos son la principal fuente de ingresos para sus grandes familias, al final siempre estaban bajo una fuerte presión financiera. A menudo me hablaban de la enorme tristeza que les provocaba el estar separados de los miembros de sus familias que lograron huir a países como Alemania, y de los amigos y familiares a quienes sospechan que nunca volverán a ver. Me contaban cómo trataban de encontrar un equilibrio entre satisfacer los deseos de sus familias de permanecer en Irak con sus propios sueños de escapar de una situación de inestabilidad que no creen que vaya a cambiar en un futuro próximo. También hablan mucho de las complejidades de su religión y cultura, y de la responsabilidad profesional que sienten hacia su comunidad y hacia a aquellos que anteriormente fueron una amenaza para ellos. Se preguntan, en definitiva, si las cosas en Sinyar volverán a ser como eran antes y si podrán volver alguna vez a sus casas.
Y yo, que obviamente tampoco tengo respuestas, me limitaba a escucharles y aprender de su enorme capacidad de resiliencia.