Mario* tiene 18 años y viene de Honduras. Después de varios días de sufrir amenazas, robos y abusos en diferentes puntos de la ruta migratoria por México, llegó a un albergue, en Reynosa, Tamaulipas. Hasta el último momento, antes de entrar a este lugar, estuvo en riesgo. Según él, tuvo que convencer al taxista que lo transportaba de la terminal de autobuses hacia el albergue, de que era un entrevistador y no un migrante. “Me preguntó con insistencia si era de otro país, pero le decía que no y le mostraba un cuaderno para que se convenciera de que iba a hacer unas entrevistas”. El taxista que le escudriñó, le confesó que si le hubiera dicho que era migrante lo hubiera vendido a los que secuestran personas en la frontera norte.
La huida de Honduras
Pisar ese albergue fue un alivio para Mario. Llevaba semanas intentando sobrevivir para avanzar hacía Estados Unidos. No tenía ninguna herida en su cuerpo, pero sentía que sí. Con una sonrisa nerviosa, cuenta que tuvo que huir de Honduras porque las maras lo buscaban para matarlo. Había dejado a su madre y se había marchado con una prima, a quien perdió en el camino, justo antes de subirse al tren en Tenosique, sur de México.
Mientras reparte la comida a los migrantes que están alojados en el albergue, relata el momento en el que tuvo que separarse de su familiar: “Era de noche y no alcanzamos el tren. Nos tocó esperar a que amaneciera. En algún momento aparecieron unos hombres mayores. Le tocaron la cara a ella y a mi me pusieron un arma sobre el brazo, por eso siento a veces que me duele como si me hubieran disparado. A mi prima se la llevaron y la violaron; a mi me corretearon hasta que pude escapar. No supe más de ella”.
Mario cuenta que antes ya les habían robado unos niños haciéndoles creer que también querían cruzar. “De un momento a otro se sacaron unas pistolas y nos quitaron todo”.
Cocinero en el albergue
Cocinar en el albergue le ha ayudado a mejorar su ánimo. Dice que es una de sus aficiones y que le gustaría tener su propio negocio. El menú de hoy es: arroz blanco, tamal y fríjol. Cuando le piden un poco más, él les da una ración generosa. Después de terminar de servir, se limpia las manos y continúa. “Es que nos han pasado muchas cosas. Yo todavía no puedo entender cómo llegué hasta acá. Los primeros días fueron duros, estaba triste y no sabía qué hacer. Me sentía encerrado. Entonces se me ocurrió ayudar a preparar los platos. Ahora me encargo de hacer la comida para todos y de servirles”.
Dice que se siente mejor, aunque no sabe cómo va a hacer para cruzar. “Antes de llegar a Reynosa trabajé en una floristería con una señora, pero comenzó a explotarme y me cansé. Logré ahorrar algo de dinero y solo estoy esperando a que mi tío, que vive en Estados Unidos, me diga cuándo puedo ir, aunque hace rato no sé de él”.
Las sesiones de salud mental
He hablado con las psicólogas de Médicos Sin Fronteras porque llegué muy nervioso. Ellas me explicaron los impactos que ha desencadenado en mí salud todo esto que he vivido, incluso antes de salir de mi país. Tratamos varios temas en las sesiones y lo mejor es que puedo contarles cosas que no le he contado a nadie por miedo. Gracias a eso he podido dormir mejor y sentirme menos triste. Pero todavía me parece que tengo un arma puesta en el brazo. Esa sensación se me quedó. Por eso, ahora estamos trabajando en lo que siento físicamente, aunque no tenga ninguna herida visible.
La tarde se va y Mario limpia algunas mesas de la cocina donde abundan las moscas. Le gusta pasar tiempo en ese lugar que le permite poner en práctica su pasión por la comida. Dice que si logra llegar a Estados Unidos le gustaría trabajar en algún restaurante y, quizá, convertirse, algún día, en un verdadero chef.
* El nombre fue cambiado por motivos de seguridad.