Anoche sucedió de nuevo.
El cirujano que me estaba ayudando en el quirófano y yo corríamos sin dirección en la oscuridad total. Las enfermeras que hacía apenas unos momentos estaban junto a nosotros habían salido del edificio desafiando la descarga de disparos que caían desde el cielo. Tosía, medio ahogada por la nube de polvo que cubría pasillos y salas. Sentía la boca llena de arena detrás de la máscara quirúrgica como si alguien me hubiera obligado a comer tierra. Podía escuchar cómo mi respiración rasgaba al entrar y salir el aire. El humo que salía de una habitación cercana dificultaba ver dónde estábamos.
El fuego resbalaba sobre el techo en un extremo del edificio mientras bailaba y brillaba en la oscuridad de la noche alcanzando las ramas de los árboles cercanos. La unidad de cuidados intensivos estaba ardiendo. En el exterior, solo el zumbido constante que venía desde arriba señalaba la presencia de algo.
¿Un avión? ¿Un ataque aéreo? ¿Por qué el hospital? ¿Por qué nosotros? Entonces, sin previo aviso, otra ensordecedora explosión sacudió el edificio.
El techo se vino abajo sobre nosotros y las últimas luces se apagaron enviándonos a la oscuridad total. Grité de terror cuando los cables cayeron sobre mí arrastrándome al suelo. Era lo último que podía recordar…
Me desperté llorando y desorientada. Habían pasado meses desde que regresé a casa desde Afganistán y, a excepción de una cicatriz ya difuminada en la rodilla derecha, el terrible ataque en el hospital de trauma de MSF en Kunduz había quedado casi olvidado, reprimido en la memoria. Reuniones, consultas con psiquiatras, técnicas de meditación, páginas y páginas de un diario para descargar el horror de esa noche… Todos esos esfuerzos y energía fueron barridos de repente cuando los recuerdos se precipitaron en una pesadilla provocada por los fuegos artificiales.
Ofensiva talibán sobre Kunduz
Ocurrió dos semanas antes del final de lo que, hasta ese momento, había sido una misión en Afganistán bastante tranquila. De repente, todo el infierno se desencadenó en la lucha feroz entre tropas del Gobierno y la oposición. Después de 14 años, la ciudad de Kunduz volvía a estar de nuevo en manos de los talibanes.
En el hospital perdías la noción del tiempo. Sólo el reloj en la pared recordaba que ya era tarde. Una ráfaga de disparos y explosiones resonaba en la distancia. Acababa de terminar mi sexta operación quirúrgica y me estaba secando lentamente las manos cerca de la zona de lavado.
– «Doctora ¿puede usted venir a ver los pacientes en la sala de urgencias y decirnos quien tiene que entrar en quirófano primero?», me dijo un compañero. Su tono de voz transmitía premura.
– ¿Ahora?
– “Sí, ahora”, me respondió.
Había al menos una docena de personas en el suelo. Y otras muchas más yacían en camillas distribuidas a ambos lados del vestíbulo de urgencias. Había mujeres con el shalwar kameez (una vestimenta empleada en Asia central y del sur) salpicado de sangre, una de ellas embarazada, otra dirigía la mirada perdida hacia el techo. También había hombres con la ropa hecha jirones y llenas de sangre, y un pequeño niño que había perdido las piernas emitiendo un lamento de dolor.
Me sobresalté cuando un hombre mayor lleno de arrugas con barba y ojos amables me detuvo. Inusitadamente para un hombre afgano, trató de tocarme el brazo y me suplicó, en un inglés titubeante:
– «Doctora, por favor. Mi hijo está ahí fuera. ¿Podría, por favor, verle? Es un buen hombre, doctora. Es mi hijo más joven”, me decía con un amago de sonrisa en el rostro.
Conseguí reprimir mi primera reacción y que no viera que me quedaba sin aliento cuando vi a su hijo en una camilla cerca de la pared. Tenía en el pecho una herida abierta por la que pude ver, parcialmente expuesto, uno de sus pulmones. Sus ojos estaban vidriosos y no tenía pulso palpable.
Traté de hacer algo, cualquier cosa, y ajusté la vía intravenosa. Le cubrí con cuidado el pecho con una sábana del hospital y, a punto de que la voz se me quebrara, le dije al anciano que me disculpara y que iba a pedir a una de las enfermeras que atendieran a su hijo.
Su mirada agradecida, como si hubiera dado a su hijo una segunda oportunidad, una segunda vida, me perseguirá siempre.
Recuerdos del ataque
Una constante en mis pesadillas han sido el sonido rugiente y los paneles de madera viniéndose contra nosotros. Y gritos. Mis gritos.
Tropiezo y caigo al suelo.
– «¡Levántate!«, escucho.
Me puse en pie lentamente, con una mueca de dolor, mientras traté de adivinar en la oscuridad. Entonces vimos el inconfundible techo inclinado. ¡El sótano! Gracias a Dios.
Corrimos y saltamos en el agujero. Para nuestro horror, nos encontramos en el hueco de la ventana del sótano, rodeados de una gruesa pared de cemento, a dos metros por debajo del suelo y cubierto solo por una delgada lámina de techo. Un abismo. Un callejón sin salida. ¡El auténtico sótano estaba al otro lado de la pared!
Desde nuestro refugio veíamos como el fuego entraba y salía de las ventanas justo encima de donde estábamos escondidos. Sin dudarlo un momento, el cirujano que me acompañaba se agarró al muro y consiguió izarse y salir de ese pozo. Me quedé en la oscuridad, sola.
Ya era presa del pánico, pero ahora también estaba furiosa.
Quería atacar a alguien, a quien fuera. Quería golpear a alguien en la cara. Odiaba a todos las partes implicadas en esta guerra estúpida. Quería que vieran todo el daño que habían causado a los civiles y que se pusieran en su lugar, que se imaginaran que eran sus familias.
Veríamos, entonces, si todavía continuaban esta guerra sin sentido. Y por supuesto, también tenía pavor. No quería ser quemada viva. En ese momento, las lágrimas brotaron trayendo todas mis frustraciones y miedos la superficie, a mi superficie.
Entonces, sorprendentemente, recuperé la calma y la claridad. Volví a ser una cirujana. Vi una pequeña pieza de acero que sobresalía de la esquina derecha. Estaba muy caliente pero aguanté y me ayudé de ella para conseguir salir fuera del agujero. Con cierto alivio distinguí a uno de mis compañeros tendido en el suelo cerca del jardín de rosas. Cuando me vio, se dibujó una gran sonrisa en su rostro.
Cuando la ráfaga de disparos en las inmediaciones se detuvo, nos arrastramos hacia un edificio situado a unos metros de donde nos encontrábamos. Estábamos a mitad de camino cuando una figura salió de la oscuridad. El miedo me atenazó de nuevo. No había sobrevivido al fuego para ser secuestrada. No, por favor.
Entonces, un hombre que vestía un traje tradicional afgano pronunció unas palabras que siempre recordaré:
– «Síganme, aquí hay un lugar seguro».