Cuatro tiendas inmensas dominan, rodeadas de otras más pequeñas y edificios de ladrillo, todo unido por una malla naranja y salpimentadas de sillas de color rojo. Se han erigido en cinco semanas, gracias al trabajo continuo por turnos y consiguieron abrir puertas hace medio mes y, a pesar de que el trabajo de construcción continúa, la primera de sus salas, con 34 camas, está llena.
Los primeros pacientes llegaron en ambulancia provenientes de un centro de tránsito cercano, organizado por MSF cuando la enfermedad llegó por primera vez al distrito de Bo. Ahora, el Ébola se ha extendido desde el este de Sierra Leona, cerca de Guinea, a cada uno de los distritos del país y los pacientes llegan de tan lejos como Port Loko y de la capital Freetown, un viaje para el que antes se destinaban cuatro horas y que ahora requiere de muchos más, debido a que cinco de los doce distritos del país se encuentran en cuarentena, y a los controles policiales en las carreteras.
Entre los primeros pacientes, los tres hermanos Ngegba: Haja, de 26 años, Abivatu, de 17, y Lamphia, de 24, del distrito de Moyamba, uno de los epicentros de la enfermedad. Su hermano mayor, médico, trató a un paciente enfermo y entonces cayó enfermo él. Cuando murió, la familia fue puesta en cuarentena y no pudo dejar la casa, que está justo delante de una comisaría de policía. Uno a uno cayeron enfermos. Cuando consiguieron llegar al centro de tratamiento de Bo, su padre, subdirector del instituto, había fallecido, así como cinco de los ocho hermanos; los tres que habían sobrevivido estaban tan enfermos que nadie esperaba que lo consiguieran.
Poco a poco la condición de los tres fue mejorando. Primero, Abivatu dió negativo en las pruebas de Ébola, seguido de Haja y Lamphia. El día en que fueron dados de alta, uno a uno lavaron sus manos en agua clorinada y salieron del edificio de duchas, parpadeando al sol, vestidos con ropas nuevas. El personal del centro se reunió a su alrededor preparados para cantar, dar palmas y bailar.
A pesar de las muertes de la mayoría de sus familiares, los hermanos tienen ganas de volver a casa y retornar a su vida: Abivatu a estudiar contabilidad en la universidad, cuando reabra, y Lamphia, estudiante de medicina, a afrontar su último año de carrera. Solo Haja, que cuidó de sus hermanos menores, no sabe muy bien qué va a hacer.
Hasta el momento 16 pacientes han recibido el alta en el nuevo centro, curados de Ébola. Cada uno de ellos es una inyección de moral tanto para los pacientes como para los 280 trabajadores que lo mantienen abierto. La mayoría son de Sierra Leona (260) y muchos de ellos ya habían trabajado en el hospital pediátrico de MSF, situado en las cercanías. Otros, con profesiones diferentes, se mostraron igual de entusiasmados para enfrentarse a una enfermedad que ha obligado a cerrar escuelas y universidades de todo el país, que ha incrementado los precios de la comida en los mercados, bloqueado toda posibilidad de moverse de un sitio a otro e instaurado el miedo en el país, amenazando con destruir su tejido social. Pueden ser las nueve mujeres que preparan pasta y pescado para la comida de los pacientes, o el profesor de filosofía que se ocupa de los suministros, o el predicador que ahora trabaja en apoyo a la salud mental.
James Caizer Lamina se presentó voluntario porque sabía que su capacidad de escucha y de consejo podría ser de utilidad en esta crisis. “Dicen que la unión hace la fuerza”, dice James, “así que ayudo a los enfermeros a luchar contra el Ébola. Quieren, con todas sus fuerzas, expulsarlo del país.”
Con personal tan motivado, el ambiente en el centro es de optimismo, pese al estigma que muchos trabajadores afrontan en sus comunidades cuando trabajan con pacientes de Ébola. “Nadie está preocupado o deprimido. Me sorprendió poder trabajar en semejante atmósfera, es impresionante”, cuenta la médica Mónica Arend-Trujillo.
Los centros de tratamiento han sido diseñados para poder trabajar en ellos de forma fácil, a la vez que se minimiza la posibilidad de cometer errores e infectarse con el virus, aunque todo el mundo en el centro sabe que el riesgo cero no existe. El establecimiento es mucho más permanente que las demás estructuras de MSF en la zona. Un recordatorio de que la epidemia está aquí para quedarse, por un tiempo largo. “Está diseñado para durar un año”, dice el coordinador de logística, Michel Geilenkirchen. “Estamos orgullosos de haberlo levantado en tan poco tiempo, pero cuando sabes que seis de cada diez pacientes morirán en él, una gran sombra se cierne sobre todo lo que nos rodea”.