En una era de innovación tecnológica acelerada, es una vergüenza que casi dos millones de personas vayan a morir de tuberculosis este año porque son demasiado pobres para costearse el tratamiento. Lo cierto es que la tuberculosis sigue cobrándose vidas por una sencilla razón: la indiferencia.
Indiferencia que deriva de la mortal ilusión de que la tuberculosis es una enfermedad del pasado; una ilusión que se mantiene, aunque en 2016 la contrajeron 10,4 millones de personas. En general, los pacientes de tuberculosis no tienen cómo llamar la atención del mundo. Si bien la enfermedad puede afectar a cualquiera, es mucho más frecuente en poblaciones marginadas y vulnerables, por ejemplo campos de refugiados, asentamientos pobres y prisiones.
Otra ilusión es creer que siempre hay tratamientos para la tuberculosis (que muta todo el tiempo). Pero existe una amenaza grave, la tuberculosis multirresistente a fármacos (TB‑MR), que algunos llaman ‘ébola con alas’: las tasas de mortalidad de ambos patógenos son similares, pero la TB‑MR se transmite por vía aérea y se difunde más fácilmente.
El tratamiento actual para la TB‑MR incluye un régimen de hasta dos años de administración de fármacos tóxicos (que en algunos casos exigen dolorosas inyecciones diarias).
Las opciones de tratamiento para la tuberculosis casi no han cambiado en décadas. Las líneas de investigación y desarrollo para el VIH/SIDA y la hepatitis C siguen produciendo resultados, pero la de la tuberculosis está muy rezagada.
Y la historia no termina aquí.
Los últimos cuatro años pudieron ser un tiempo de revolución en el tratamiento de la tuberculosis. Tras 50 años sin que se desarrollara ningún fármaco nuevo, en un breve lapso se aprobaron dos: la bedaquilina y la delamanida. Tendría que haber sido un momento histórico en la lucha contra la tuberculosis, especialmente para los pacientes afectados por cepas resistentes.
Hubiéramos esperado ver a una amplia coalición de autoridades sanitarias, proveedores de atención médica, organismos de estandarización, aseguradoras y fabricantes lanzarse a la tarea de ayudar a los pacientes más necesitados de estos medicamentos nuevos.
Pero no hubo tal respuesta.
En vez de eso, los fármacos nuevos terminaron en su mayoría juntando polvo en los anaqueles. Desde que se aprobó su uso, apenas un 5% de los pacientes necesitados pudieron aprovecharlos. Las últimas cifras correspondientes a la delamanida, en particular, son asombrosas: después de cuatro años, en todo el mundo han recibido tratamiento con este fármaco apenas 1247 pacientes.
Sabemos de qué hablamos, porque muchos de esos pacientes recibieron tratamiento en nuestros programas, y en países donde Médicos Sin Fronteras y la organización Partners In Health vienen impulsando el registro y la adopción de medicamentos nuevos.
Con apoyo de Unitaid (una organización que canaliza fondos hacia la solución de problemas sanitarios desatendidos que afectan a los pobres), hemos lanzado la iniciativa endTB (“Acabar con la tuberculosis”, en inglés), que busca acelerar el uso de medicamentos nuevos en 17 países que enfrentan epidemias de esta enfermedad.
Es lamentable que organizaciones no gubernamentales debamos impulsar el uso de los nuevos fármacos disponibles, en lugar de hacerlo los gobiernos, las instituciones académicas y las empresas farmacéuticas.
Tuvimos que actuar porque los programas nacionales de lucha contra la tuberculosis, escasos de fondos, suelen ser renuentes a adoptar tratamientos nuevos, y porque los fabricantes farmacéuticos tienen pocos incentivos para comercializar sus productos en países más pobres.
Los datos que hemos reunido hasta el momento indican que el uso de los nuevos fármacos hace más probable, y a menudo acelera, la recuperación de pacientes con tuberculosis refractaria.
Dada la magnitud de la crisis global, el trabajo de endTB es una gota en el océano. Pero muestra por contraste el fracaso general frente al problema: una asombrosa falta de voluntad política, de imaginación y de sentido de urgencia, que deja a millones morirse ante los ojos de nuestra generación.
En septiembre de este año, Naciones Unidas celebrará la primera reunión de alto nivel sobre la crisis de tuberculosis. Los estados miembros de la ONU deben usar la ocasión para comprometerse a un aumento radical de la financiación de los programas de lucha contra la tuberculosis en todo el mundo y a reformar un modelo de I+D que resultó inadecuado.
De lo contrario, la fecha será recordada como una reunión más, que dejó a decenas de millones de personas sufriendo en las garras de la infección más mortal del mundo.
En concreto, necesitamos formas más sencillas, veloces y baratas de diagnosticar y tratar la tuberculosis, especialmente en contextos remotos y empobrecidos. Necesitamos mejores herramientas, en primer lugar para prevenir las infecciones, y para eliminar las infecciones latentes antes de que nos eliminen a nosotros.
Y por supuesto, necesitamos una sólida línea de desarrollo de fármacos para atacar la tuberculosis y sus formas resistentes.
En tanto, los gobiernos de países afectados por la tuberculosis deben usar las herramientas que ya hay (por ejemplo, procurar que tratamientos nuevos como la bedaquilina y la delamanida estén al alcance de quienes los necesitan).
Una reunión de la ONU es una oportunidad excelente para hacer avances; no resolverá la crisis de un día para el otro, pero ofrece una ocasión para elevar por fin la tuberculosis a la categoría de “emergencia de salud pública de importancia internacional” de la Organización Mundial de la Salud, como se hizo tras los brotes de ébola y zika.
Los expertos médicos conocen bien la urgencia de la crisis de tuberculosis, como también la conocen los pacientes y sus familias. Los tratamientos estándar pierden eficacia día a día, y millones de personas se contagian y enferman en silencio.
En pleno siglo XXI, debería avergonzarnos profundamente.