El techo del edificio de cinco plantas de la escuela Tsegay Berhe en la ciudad de Adwa está abierto a un cielo azul despejado. Durante los primeros días del conflicto en esta región del norte de Etiopía, el edificio fue alcanzado por varios proyectiles. Dos de las aulas están llenas de escombros y restos destrozados de computadoras, monitores, sillas y libros. Las aulas restantes no sufrieron daños, pero a menudo los bancos de madera se han apilado en las esquinas o se han sacado al exterior, mientras que los fragmentos de lecciones escritas con tiza todavía aún son visibles en las pizarras.
En la entrada de la escuela hay mucho trajín y cientos de voces crean un muro de ruido. Un grupo de administradores está ocupado registrando nombres en grandes cuadernos, pero no son los nombres de los estudiantes. El curso escolar está parado hasta nuevo aviso.
Hoy en día, las escuelas de primaria y secundaria de pueblos y ciudades a lo largo y ancho de la región de Tigray, como Adwa, Axum y Shire, son el epicentro de una enorme crisis de desplazamiento que afecta a cientos de miles de personas, aunque nadie conoce el número real. En las últimas semanas, esta crisis ha adquirido un grado de desesperación, con decenas de miles de personas llegando a las ciudades en busca de seguridad y asistencia humanitaria a medida que los recursos se agotan en las comunidades de acogida y en las zonas rurales más remotas.
Desplazamiento continuo
Ken Alew Gebrekristos, de 38 años, un soldador de la localidad de Edaga Arbi, en el centro de Tigray, a unos 50 km al sureste de Adwa, llegó aquí en la segunda semana de marzo. Durante el día, su esposa y sus dos hijos mayores van al pueblo en busca de ayuda, mientras él permanece en la escuela, atento a cualquier nueva información que pueda mejorar su situación. “Hasta ahora nos han dado algunas inyeras (panes planos) y camisetas”, dice. Durante la noche, duermen sobre el duro suelo de una de las aulas.
Adwa es solo el destino más reciente para esta familia de seis. En los primeros días de la crisis, vieron cómo su población natal se llenaba de personas que huían de la violencia en otros lugares y luego presenciaron cómo era atacada por soldados eritreos.
En noviembre, la familia se vio obligada a huir a las colinas, llevándose nada más que su ropa y cargando a los niños más pequeños sobre sus hombros. En el camino, se cruzaron con cadáveres en el suelo. Siguieron la huida y pidieron refugio y comida a los lugareños.
“Íbamos al río a recoger agua para beber”, recuerda Ken. “Algunos días no comíamos nada. Una joven que estaba desplazada con nosotros dio a luz, sin que hubiera un médico que la asistiese. Solo teníamos una sábana para ofrecerle, así que hicimos un fuego para dar calor al bebé«.
Intentaron regresar a su hogar destruido, pero la sensación de inseguridad los disuadió de quedarse allí.
Con lágrimas en los ojos y la voz quebrada, Ken explica: “Ahora no tengo planes, no tengo ni idea de cómo será mi futuro inmediato. No puedo volver a casa, ¿cómo podría volver sin garantías? Me siento más seguro aquí rodeado de otras personas».
Durmiendo en el suelo
Las personas más visibles en las escuelas de Adwa son las mujeres. Muchas cargan en sus espaldas con bebés envueltos entre largos pañuelos; algunas tuestan granos de café arrodilladas en el suelo, otras cargan manojos de leña. Grupos de hombres entablan acaloradas discusiones y algunos jóvenes duermen a la sombra de pequeños árboles, refugiándose del sol abrasador de la estación seca.
Las habitaciones de las escuelas están escasamente amuebladas; la mayoría contienen algunos baldes, bolsas con comida y algunas láminas de plástico para dormir. Por la noche, las habitaciones se llenan de decenas de personas apiñadas unas al lado de las otras en el suelo. Los desafortunados duermen fuera del edificio, sobre la hierba o en los caminos.
El tiempo parece haberse detenido. Nadie sabe cuánto tiempo estarán aquí. Nadie esperaba que sucediera algo así. Incluso aquellos que recuerdan la guerra fronteriza entre Etiopía y Eritrea, que alcanzó su punto máximo a fines de la década de 1990, no pueden comparar aquella situación con lo que está sucediendo hoy en Etiopía.
A 30 minutos en coche de Adwa se encuentra la histórica ciudad universitaria de Axum. En las afueras, rodeada de campos de cultivo y obras paralizadas indefinidamente, se encuentra la escuela Basin, el primer destino para la mayoría de los recién llegados a la ciudad desde que comenzó el conflicto. Las personas que se quedan aquí dicen que el movimiento de personas es constante, pero la afluencia se ha intensificado desde principios de marzo. Actualmente hay 12 enclaves en Axum como este, que en conjunto albergan a varios miles de personas desplazadas.
“He estado aquí durante 42 días”, dice Bayesh Danyo, de 25 años, madre de dos niños pequeños, incluido un bebé de 10 meses. Como muchas otras mujeres desplazadas, Bayesh desconoce el paradero de su esposo y no ha tenido contacto con él durante algunos meses. En algunos casos los maridos emprendieron la huida en sentido contrario, hacia el vecino Sudán.
Bayesh ha recibido algo de ayuda alimentaria, pero está preocupada porque sus suministros se están agotando. “Al principio conseguí cinco litros de aceite para cocinar, 30 kilos de harina y 50 de trigo. Todo esto están a punto de acabarse. Las pocas distribuciones de alimentos que ocurren no siempre son justas. Trato de compartir lo que tengo con otros recién llegados, especialmente con mujeres embarazadas».
Añade que la poca agua que obtienen se usa principalmente para beber, y son los niños los que van primero. «En realidad no hemos tenido la oportunidad de lavarnos desde que llegamos«, dice Bayesh. «Mi bebé se enferma debido a las duras condiciones en las que dormimos».
Obligados a abandonar el oeste de Tigray
Bayesh proviene de Humera, en el oeste de Tigray, una ciudad en el cruce de Etiopía, Eritrea y Sudán. Muchas de las personas desplazadas en las áreas central y oriental de Tigray provienen del oeste. Los habitantes de localidades como Humera, Dansha y Mai Kadra afirman haber sido presionados por milicias y grupos armados para abandonar sus lugares de origen y, en ocasiones, haber sido metidos a la fuerza en autobuses que los dejaron en el otro lado del río Tekeze.
Otros dicen que experimentaron y presenciaron violencia de diversos tipos, lo que hizo que la decisión de irse fuera inevitable. Si bien las rutas de desplazamiento varían y van en múltiples direcciones, dependiendo de los vínculos familiares o la capacidad de pagar el transporte, Shire es a menudo la primera ciudad importante a la que se acercan las personas que huyen del oeste de Tigray. Pero Shire alberga ya un número muy elevado de personas desplazadas y cada vez está más superpoblado, por lo que muchas personas optan por continuar su viaje.
Asentamientos informales sin servicios básicos
“Hemos visto cómo se producían desplazamientos desde el comienzo de la crisis, pero las personas no se desplazaban en cantidades tan grandes y quienes tenían que abandonar sus hogares a menudo eran apoyados por las comunidades de acogida, quedándose principalmente en casas de familiares o de personas que conocían y compartiendo recursos con ellos”, explica Esperanza Santos, coordinadora de emergencias de MSF en Tigray.
“Recientemente esto ha cambiado y estamos viendo una mayor afluencia de personas, especialmente en Shire, Adwa y Axum”, agrega Esperanza. “La mayoría se está instalando en sitios informales que no tienen la capacidad para albergar a esta cantidad de personas y que carecen de servicios. Es una situación extremadamente preocupante porque no estamos viendo una respuesta adecuada de la comunidad humanitaria para abordar las necesidades de agua, saneamiento, alimentación o servicios médicos».
Las personas desplazadas también están llegando a ciudades más pequeñas como Abi Adi, a dos horas en coche al oeste de Mekele, la capital de Tigray, ubicada en una zona donde los enfrentamientos han sido frecuentes y donde algunas partes están ocupadas por la oposición armada.
Worku, de 22 años, propietario de una pequeña tienda de ropa en Shire, llegó a Abi Adi el 1 de marzo. En noviembre se mudó de una zona a otra en el oeste de Tigray pero, al ser un hombre joven, se sintió especialmente inseguro y decidió acercarse a un pariente lejano que vivía en una aldea no lejos de Abi Adi. También había escuchado que había más ayuda disponible en la ciudad.
“Finalmente vine a Abi Adi porque hay más presencia de organizaciones humanitarias”, afirma. “Durante los últimos meses, tuve que mendigar ayuda a la gente local. Como mucho, recibía una inyera al día. Necesito comida, ropa, agua, refugio… En todos los lugares donde he estado, he dormido en el suelo. De salud todavía estoy bien, pero he visto a otros enfermarse en el camino y morir«.
Sentada cerca está Leterbrahn, una joven que dejó Humera hace cuatro meses y que ahora comparte una habitación de 8 metros cuadrados en la escuela primaria Abi Adi con casi otras 20 personas, incluidas sus dos hijas pequeñas. Leterbrahn dice que ha perdido casi todo lo que tenía.
“Solo tengo la ropa que llevo puesta”, exclama. «Ni siquiera puedo cocinar por mí misma porque no tengo ningún utensilio. Ni siquiera tengo una manta. Tiempo atrás, unos lugareños me dieron cuatro sábanas, pero más tarde se las entregué a unas mujeres embarazadas. Nos sentimos olvidados por la comunidad internacional y el gobierno etíope. Nadie llega a nosotros. Incluso después de tanto tiempo, no tenemos nada».