Cuando las simples distracciones de mi vida diaria en Australia se detienen por un momento, mi mente vuelve inmediatamente a Kunduz, en Afganistán. De repente, me sumerjo en un oscuro y enorme pozo y trato de desentrañar lo que hay en su interior. Peleo por salir de él, pero no lo logro. No se trata de las terribles escenas que presencié aquella madrugada en la que se produjo el ataque; unas imágenes que todavía hoy se siguen reproduciendo en mi mente con tremenda claridad. No es por el ruido ensordecedor de los despiadados bombardeos sobre nuestro hospital, ni por la horrible visión de extremidades parcialmente amputadas. Tampoco creo que sea ese permanente olor a sangre. Lo que se extiende por todo ese pozo sin fondo que hay en mi mente es un amargo sentimiento de pérdida que no logro asimilar y un profundo dolor que me persigue allá a dónde voy.
El día a día en el hospital de Kunduz
Son las 7:35 y estoy en el exterior de la casa de Médicos Sin Fronteras (MSF). Una docena de trabajadores expatriados de la organización, procedentes cada uno de un rincón distinto del mundo, nos apretamos los unos contra los otros para lograr caber en los dos vehículos todo terreno que nos llevan hasta al hospital; uno para los hombres y otro para las mujeres. Katrina salta en el último minuto al interior de la 4×4; se le hizo un poco tarde, como siempre, y termina de ajustarse apresuradamente el pañuelo a la cabeza mientras que el coche atraviesa las puertas de nuestro recinto y sale al mundo exterior.
Miro hacia Sally, la cirujana general, y me doy cuenta de que tiene unas ojeras bastante marcadas. «¿Has podido dormir algo?«, le pregunto. Se encoge de hombros y me responde: «Estuve ayudando al Dr. Hakeem con una laparotomía a eso de las dos de la mañana«. Nos sonreímos la una a la otra con complicidad y rápidamente cambiamos de tema. Nuestro trabajo no es sencillo, pero somos muy conscientes de que esto es lo que hemos venido a hacer aquí, así que no nos quejamos.
Durante el breve trayecto, todos miramos a través de las ventanillas del automóvil, que están cubiertas con una protección antiexplosiones. Esa suele ser nuestra única visión del ajetreo diario que se vive en la ciudad de Kunduz, así que tratamos de aprovechar el momento. Veo en la calle a Mujeeb, un compañero de Administración, y también a Najib, que se encarga de compilar datos. Ambos van en dirección al hospital, el primero a pie y el segundo montado en su bicicleta. Saludamos cortésmente a varios de los guardias del hospital que salen a abrir la puerta a nuestros vehículos.
Aún desde dentro del coche, veo la larga cola de gente que está esperando para pasar el control de seguridad; es importante garantizar que nadie viole nuestra prohibición de entrar con armas en el hospital. Observo que hay muchos hombres, algunos con muletas. Uno empuja una silla de ruedas en la que está sentado un niño con ambas piernas amputadas. También hay varias mujeres cubiertas con burkas azules, todas ellas con algún niño pequeño a cargo.
La habitación «para emergencias»
Caminamos desde la camioneta a la sala donde se celebra la reunión de la mañana y pasamos junto al jardinero, que se está ocupando de cuidar las hermosas rosas que llenan el recinto del hospital.
Mientras me quito los zapatos para entrar en la sala, escucho la voz de una treintena de personas que están hablando en el interior de la habitación; se trata de todos los jefes de departamento, que ya nos están esperando. Entro en la sala y nos sentamos en el suelo para comenzar la reunión. De pronto me acuerdo cuánto me sorprendió que nos sentáramos todos juntos en el suelo cuando asistí a mis primeras reuniones; sin embargo ahora es una costumbre que me resulta completamente normal.
De repente se produce un corte de electricidad y la habitación se queda a oscuras. Me quedo con la mirada fija en las ventanas de metal pesado mientras uno de los empleados del hospital las abre, inundando la habitación de luz. «Ah, sí«, pienso para mis adentros, «esta es la habitación de seguridad a la que se supone tenemos que venir en caso de emergencia«.
Ni siquiera puedo llegar a imaginar qué clase de emergencia me llevaría a tener que utilizar alguna vez este espacio por motivos de seguridad. ¿Cómo iba a saber yo en aquel momento que, poco después, el 3 de octubre, ese sería el lugar donde todos nos cobijaríamos del ataque aéreo a nuestro hospital, que acabaríamos improvisando en él un servicio de urgencias y un quirófano en el que trataríamos de salvar a los compañeros que resultaron heridos, muchos de los cuales estaban presentes en la reunión de aquella mañana?.
Terminamos la reunión y todo el mundo se marcha a sus respectivos departamentos para comenzar la jornada. El olor a pollo llega a mi nariz cuando paso por la cocina, donde ya están preparando el almuerzo. Me detengo en la lavandería para recoger mi uniforme limpio y voy al vestuario de mujeres. Por el camino saludo a Suraya, una de nuestras traductoras, y a Sorab, trabajador del departamento de salud mental.
Voy a la sala de urgencias, donde los médicos y los enfermeros atienden decenas de pacientes, todos víctimas de traumatismos accidentales y violentos. Entro tratando de no molestar en la sala de reanimación. Mohibulla y Lal Mohammed, dos enfermeros de urgencias eficientes y con amplia formación, están ayudando al Dr. Amin a insertar un drenaje en el pecho de un joven al que han disparado. El monitor situado encima de su cabeza emite un sonido tranquilizador y dos bolsas de sangre cuelgan junto a la cama. Rápidamente miro al paciente y su radiología.
«¿Todo bajo control, Dr. Amin?» En realidad pregunto por preguntar, porque en el fondo ya sé lo que va a responderme: «Por supuesto«, me dice sin levantar la vista de su paciente. Tras cuatro años de funcionamiento, el hospital ha formado a gran parte del personal médico cualificado que trabaja allí a día de hoy; el Dr. Amin, Mohibulla y Lal Mohammed son tres de ellos. Todos son grandes profesionales.
El Dr. Amin siempre me impresiona de manera particular; nada parece perturbarlo. Es competente, siempre está muy seguro de sí mismo y además trabajaba horas y horas sin llegar nunca a desfallecer.
Dejo la sala de urgencias y en el pasillo me encuentro con dos de nuestros limpiadores, Najibulla y Nasir, que están limpiando el suelo con esmero y me saludan sonrientes. Ninguno de los dos habla mucho inglés y yo hablo poco dari, por lo que nuestra comunicación verbal suele resultar limitada, pero siempre nos saludamos con la mano sobre el corazón como una señal de respeto. Siempre se los ve trabajando y con una actitud positiva, lo cual me hace sentir un gran aprecio por ellos.
Entro en la unidad de cuidados intensivos justo detrás de una de esas personas a las que llamamos «cuidadores» y que en realidad no son otra cosa que familiares de los pacientes, con la salvedad de que además son los encargados de quedarse con él o con ella en todo momento, realizando algunas funciones básicas de enfermería que nosotros les enseñamos a hacer.
Me doy cuenta de que cojea y usa muletas. Unos segundos después, comprendo que se trata de un amputado bilateral y que tiene dos piernas ortopédicas. Me pregunto cuándo y cómo debe de haber tenido lugar su lesión. ¿Atrapado en fuego cruzado? ¿Un misil desviado? ¿Una explosión mientras atravesaba un camino de camino a casa? Entra en la sala y veo que se dirige hacia la cama 4, que es la que ocupa un niño que ha pisado una mina, y que también ha perdido las piernas. Intuyo que el cuidador es su padre y de pronto me invade una sensación de desesperanza; esta demostración de violencia transgeneracional me demuestra que lo que estoy presenciando es el resultado de más de 30 años de guerra. Es duro aceptar que en este país hay gente de mi edad que nunca ha conocido un periodo prolongado de paz.
Reúno a los médicos de la unidad de cuidados intensivos para comenzar nuestra ronda clínica. Por el rabillo del ojo veo a Naseer y Zia, dos de nuestros enfermeros más jóvenes, que están ayudando a un paciente a pasar de la silla de ruedas a la cama. Se trata de un hombre grandote que se encuentra bastante débil tras haber pasado una largo tiempo en la unidad. Llegó allí como consecuencia de la explosión de una bomba y, aunque ahora ya se está recuperando, aún le queda mucho camino por recorrer.
«Naseer, el superhombre»
«Nos lo hemos llevado fuera para que tome un poco de aire fresco«, me dice Zia con aire de complicidad.
Antes de que pueda detenerlo, Naseer envuelve al gran hombre en sus brazos y luego, con un gran impulso, lo levanta él solito de la silla de ruedas y lo pone sobre la cama.
Corro hacia Naseer y le regaño cariñosamente: «No seas bruto, por favor. La próxima vez pide ayuda, que te vas a hacer daño». Se le dibuja una gran sonrisa pícara en la cara, se ríe y me hace un gesto con la mano para decirme que no piensa hacerme caso. Me rindo a la evidencia y sonrío yo también. «A partir de hoy te llamaré ‘Naseer, el súper hombre«.
A las 10 de la mañana el hospital ya está inmerso en su intensa actividad habitual. Dejo la unidad para revisar a un paciente que está en la sala. Paso junto a un técnico de laboratorio que se encuentra inclinado sobre un microscopio en el área de patología y cruzo la sala de urgencias y los quirófanos. Un celador empuja la camilla de un paciente a través de las puertas del quirófano y Abdul Salam, un simpático enfermero, lo saluda. El paciente está a punto de ser sometido a una cirugía especializada de traumatología por un equipo de expertos cirujanos internacionales y nacionales.
Esta es la única instalación que ofrece este tipo de cirugía en todo el norte de Afganistán y por eso nuestro trabajo es, si cabe, mucho más importante aún.
Terminamos nuestra tarea en el quirófano y paso a visitar los departamentos de rayos X y de pacientes ambulatorios, que están desbordados. Las enfermeras están ocupadas retirando escayolas y colocando otras nuevas, vendando heridas, ajustando muletas. Reconozco a uno de nuestros pacientes más jóvenes: se llama Esmatulla y camina delante de mí mientras lo evalúa un fisioterapeuta. Su cojera parece haber mejorado desde la última vez. Esmatulla pasó muchos días en cuidados intensivos a causa de un grave accidente de coche que le destrozó la pelvis, le dañó un pulmón y le desprendió completamente el tejido blando de la espalda. Su lesión en la espalda, muy poco común, requirió de numerosas operaciones. Era tal la complejidad de su caso, que tuvimos que solicitar la orientación de expertos de todo el mundo para que nos ayudaran a operarle.
Fue largo y difícil para Esmatulla, pero ahora está muy bien y apenas le queda nada para volver a la vida normal de un niño de 9 años.
La alegría de Roshan
Antes de salir del edificio principal, paso por los departamentos de salud mental y fisioterapia. También por el área donde guardamos los historiales clínicos. Finalmente llego al pabellón 4, un pequeño edificio anexo que cuenta con una sala en la que tenemos unas 20 camas más. Veo como un fisioterapeuta enseña algunos ejercicios a un hombre de mediana edad al que le acaban de amputar una pierna. Me dirijo a ver a Roshan, un joven paciente al que acabamos de dar de alta de la unidad de cuidados intensivos, pero me encuentro con que su cama está vacía. De inmediato se me disparan todas las alarmas.
La enfermera me explica que Roshan ha salido a caminar y corre en busca del paciente.
Esto es música para mis oídos, nada que ver con lo que me estaba imaginando: ¡Está caminando!
A Roshan le habían apuñalado en el corazón y se había pasado mucho tiempo en la unidad de cuidados intensivos debatiéndose entre la vida y la muerte. Sorprendentemente, los cirujanos le pudieron reparar el desgarro de dos centímetros que sus atacantes le habían hecho en el ventrículo izquierdo, pero nunca tuvimos muchas esperanzas de que saliera adelante. Sin embargo, aquí está, entrando lentamente, pero con total seguridad de nuevo en la sala.
Hago algunos ajustes menores en su medicación y le comunico que mañana podrá irse por fin a casa. Él toca una melodía con la flauta que siempre lleva consigo y me muestra todo su agradecimiento y emoción a través de su música.
Durante el resto del día, el hospital es un bullicio armonioso de actividad, como si todo el personal trabajara en conjunto, cada uno en sus diferentes tareas, cuidando de los pacientes que tenemos ingresados y de los que llegan a lo largo del día.
Cuando volvemos a casa al final de un largo día de trabajo, me quito el pañuelo de la cabeza y salgo al balcón de la casa junto con algunos de mis compañeros expatriados. Quedan unos pocos minutos de luz y queremos disfrutarlos.
El cielo está lleno de barriletes de colores moviéndose por todas partes. Quienes las manejan son un montón de niños pequeños que están subidos en los tejados de las casas vecinas.
A medida que el sol se pone, las montañas que rodean Kunduz se iluminan con una especie de bruma rosada. El imán de una mezquita lejana marca el inicio de la oración, seguido de cerca por otros imanes de otras mezquitas más próximas que se unen a su rezo. Una sinfonía de colores y sonidos llenan el cielo. Es, sin duda, un momento precioso que me recuerda lo afortunada que soy por tener un trabajo como este.