La cancha de la escuela está desierta de gente. Quedan unas estanterías con libros, unas mesas, las pancartas reivindicativas, la plancha de serigrafía, el altar que conmemora a los estudiantes muertos en años pasados, las 43 sillas solo ocupadas por las fotos de los desaparecidos. Un árbol de Navidad se mantiene en pie, también suspendido en el tiempo, sus adornos son pedazos de papel, fotos y mensajes a los hijos, hermanos, maridos, novios, primos de los estudiantes desaparecidos la infausta noche del 26 de septiembre. En seis meses no ha habido noticias de los 43 jóvenes estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa, en Tixtla, estado de Guerrero, después de que la policía local de la ciudad vecina de Iguala los asaltara. Desde entonces, sus familiares no han dejado de buscarlos, sin perder la esperanza de que estén vivos, negándose a que sus hijos pasen a engrosar la larga lista de desaparecidos de México, un caso que ante la posible connivencia de corrupción política y crimen organizado en uno de los estados más pobres del país, ha sacudido como pocos antes a la sociedad mexicana y ha desatado una ola de solidaridad internacional con las familias y la escuela.
La cancha está desierta, sólo algunos pocos padres y madres se mantienen allí, mientras el resto se dispersa por el país buscando apoyo, dando a conocer sus exigencias al gobierno, negándose a otorgar validez a las tesis de la Procuraduría que da a sus hijos por muertos, transferidos por la policía a los narcos que los habrían asesinado y quemado en un vertedero, las cenizas arrojadas al río. Reclaman pruebas. De lo contrario, para ellos sus hijos siguen vivos.
“No comemos, no dormimos…comes y te preguntas qué estará comiendo él, cómo estará, si estará bien….es ya mucho tiempo…es un dolor muy grande”, explica Metodia Carrillo, de 54 años, madre de nueve hijos, “nueve con el que se me ha perdido, Luis Ángel Abarca Carrillo”. Metodia explica que su hijo no quería ser maestro, pero se decidió a serlo, a acudir a estudiar a la Normal de Ayotzinapa, para ayudar a la economía familiar; “él siempre me decía, el día que salga de la escuela, cuando trabaje, les voy a ayudar para que no trabajen para que nosotros comamos, ustedes son campesinos, no tienen dinero”. Luis Ángel acudió a Ayotzinapa, una de las 16 escuelas normales que quedan en México, porque la educación es gratuita para formar maestros destinados a las áreas rurales.
Metodia es de las madres a las que las psicólogas de MSF han acompañado estos meses de espera. La intervención de la organización humanitaria se inició a escasas semanas de que la desaparición de los estudiantes cobrara vida propia en los titulares de los periódicos y cuando en la rural de Ayotzinapa se dieron cita hasta dos mil personas, entre familiares, amigos y estudiantes. “Iniciamos la intervención tras hablar con los padres y decidimos distribuir colchones y material de aseo, porque estaban durmiendo en muy malas condiciones. También instalamos letrinas y duchas. Luego iniciamos actividades de acompañamiento psicosocial, destinadas a que los padres, los familiares, los compañeros entiendan que las reacciones sintomáticas que puedan tener -irritabilidad, insomnio, cansancio físico y emocional, problemas de sueño, depresión- son normales ante una situación anormal como es la desaparición forzada de un familiar”, explica Ivonne Zabala, coordinadora de la intervención.
“El diálogo con los afectados y la flexibilidad del equipo han sido claves para enmarcar la estrategia de intervención de los equipos de psicólogos. El acompañamiento psicosocial temprano se ha enfocado en apuntalar la resiliencia y la prevención de condiciones psicológicas severas. Por lo tanto, se ha dado prioridad a la capacidad del grupo para hacer frente a la situación más que a un abordaje clínico más individual de la psicopatología en esta fase”, puntualiza Zabala, que añade que “nuestra presencia permanente en la escuela durante éstos primeros seis meses ha sido necesaria para poder analizar con detalle el proceso y articular el acompañamiento”. A partir de abril el apoyo será más puntual, considerando la apretada agenda de los padres en sus actividades reivindicativas y de búsqueda de la verdad. MSF continuará en contacto con las familias y visitará la escuela de forma regular para realizar un seguimiento psicoterapéutico de casos específicos.
“Los padres han tenido muy malos momentos, el momento de la desaparición, la incertidumbre, la aparición en la prensa de noticias que no eran de su agrado, pero el peor momento que han tenido fue la identificación de unos restos aparecidos como el de Alexander, uno de los 43 estudiantes, eso fue lo peor, porque abrió las puertas a la posibilidad de que los muchachos pudieran no estar vivos”, abunda Ivonne.
Como en la cancha de la escuela, el tiempo se ha suspendido en la vida de las familias de los estudiantes. “No hacemos pie”, dice Delfina, cuyo hijo Adán Abraján, deja mujer y dos hijos. “lo hemos abandonado todo, abandonamos el campo, apenas recogimos las calabazas, pero no tenemos ya espíritu”. Delfina acude cada día a la escuela, con su nuera, con su nieto. No puede dejar de ir. No piensa que las desapariciones puedan quedarse sin respuesta: “tiene que haber una respuesta, no pueden dejarnos así, el gobierno tiene que decirnos, ellos deben saber, vamos a defender a nuestros hijos hasta las últimas consecuencias”. La madre de Adán tampoco se plantea que el hijo no esté vivo, personificación de un eslogan que desde septiembre ha recorrido México y ha atravesado fronteras, Vivos se los llevaron, vivos los queremos, “ellos saben dónde están, el gobierno sabe, y nosotros le exigimos que nos los entregue, ya es mucho tiempo, ¿para qué los quiere? ¿qué es lo que quiere? ¿por qué no nos dice él?”
Los estudiantes de la Normal, a los que también MSF ha ofrecido sus servicios, se suman a las peticiones de los padres, “no perdemos la esperanza de que nuestros compañeros estén vivos. Seguimos aquí, en pie de lucha esperándolos. No se acostumbra uno a que no estén. Pero cada día que pasa tenemos que tener más fuerza para seguir luchando por ellos, aunque nos pueda pasar lo peor”, explica José Angel de la Cruz, de 19 años, que recuerda que los estudiantes se negarán a retomar las clases, por mucho que el gobierno pretenda reabrir la escuela, “no puede ser lo mismo, los días no serán los mismos, sin saber dónde están los compas, con los que hacías las tareas, con los que jugabas. Vas al dormitorio y allí siguen sus ropas, sus camas, no lo puedes creer que aún siguen desaparecidos”. José Angel fue uno de los estudiantes que acudió a Iguala aquella noche a tomar un autobus que lo llevara a la capital a conmemorar otra masacre, la de Tlatelolco, de 1968. Una noche que acabó con tres muertos, decenas de heridos y 43 desaparecidos. Lo recuerda con horror y atribuye los hechos a la voluntad del Estado de acabar con las Normales, “porque no nos callamos, porque estamos hartos de la pobreza y marginación de las que venimos”.
La cancha desierta, las clases vacías, el tiempo suspendido. Tres mujeres conversan, sentadas, con miradas serias, sobre las actividades de la semana, quién ha ido a qué lugar del país, bajo qué comisión, a entrevistarse con quién. Isabel, Natividad, Socorro, se aferran a la idea de que tal vez sus hijos están retenidos, secuestrados para trabajar como esclavos, para…no saben, pero, “ellos viven, ellos están…”, dice Nati y se toca el estómago como si lo sintiera en las entrañas. Socorro explica una historia común, “los muchachos estudian aquí por nosotros, para que cuando seamos viejitos vean por nosotros…somos puros campesinos, no tenemos dinero, queremos que ellos sean algo”. Isabel arremete contra la versión gubernamental, “dicen que han confesado los detenidos, pero ellos dan credibilidad al ladrón. Necesitamos resultados, verdaderos y comprobados”. Su hijo, “el que se me perdió”, Bernardo Flores Alcaraz, tiene 21 años. Su credencial apareció tirada en el suelo, cubierto de sangre, “pero me dijeron que no es su sangre, que él no está herido, que era sangre de un compañero”. Natividad de la Cruz, explica que su hijo Emiliano de 22 años acudía contento a la escuela, “quiere ayudar a la familia”. La mujer, de 52 años, resume: “lo extrañamos, lo lloramos, no sé dónde está, cómo está….le pedimos al gobierno que nos los entregue, si son campesinos que sólo quieren hacer su vida, son estudiantes, son los que no estudian los que son vándalos, ellos sólo están cuidando su vida y su trabajo”. Nati, como el resto de las madres, habla siempre en presente de su hijo. La vida suspendida. Ya van seis meses.