Desde la entrada en vigor del Acuerdo entre la Unión Europea y Turquía el pasado 20 de marzo, los hotspots o centros de acogida y de registro instalados en las principales islas griegas se han convertido en centros de detención donde los refugiados y migrantes quedan atrapados. El acuerdo firmado el 20 de marzo con Turquía fue presentado por la Unión Europea como “la forma de frenar la crisis de los migrantes”.
Los hotspots que se instalaron en octubre en las principales islas griegas estaban inicialmente pensados para servir como centros de acogida y registro para los solicitantes de asilo. A través de ellos, muchas de estas personas podían vislumbrar la esperanza de llegar a tener un futuro digno en Europa. Sin embargo, al día de hoy, estos lugares se han convertido en auténticos centros de detención gestionados por la policía y por el ejército griego. Desde el 20 de marzo, toda persona que llega a Grecia a través del Egeo es conducida de inmediato a uno de ellos.
En el centro de Samos hay actualmente más de 700 solicitantes de asilo encerrados. Son de Pakistán, Bangladesh, Afganistán, Siria, Irak, Sudán, Líbano, Argelia, Marruecos y Egipto. Muchos de ellos son mujeres y niños.
La mayoría de estos migrantes y refugiados cruzaron el Egeo después del 20 de marzo. Otros llegaron a Grecia antes de esa fecha, pero han sido llevados igualmente al centro, o bien porque no son sirios o iraquíes, o bien porque son menores de edad no acompañados. Estos últimos se supone que deberían ser llevados a un centro específico que se ha habilitado en Creta, pero lo cierto es que a día de hoy este centro apenas acoge a unas pocas docenas de niños. El resto de los menores que han llegado a Grecia se encuentra en una situación muy vulnerable, están solos, y no reciben atención alguna.
A los solicitantes de asilo que ya estaban en Grecia les dijeron que serían enviados a un campamento de refugiados en Atenas, de acuerdo con el mecanismo de reubicación del Reglamento de Dublín. Este texto establece que los refugiados tienen derecho a ser reubicados en uno de los ocho países de que elijan dentro de la Unión Europea. Sin embargo, no parece haber ninguna garantía de que se vaya a respetar en modo alguno su elección.
El pasado 24 de marzo ya no quedaba ningún migrante o refugiado en Samos que no estuviera en el centro de detención. Se los llevaron a todos o bien a los centros detención (a aquellos que no eran sirios o iraquíes) o los trasladaron a los campos de refugiados.
La mayoría de quienes están en Samos no sabe lo que le deparará el futuro. Muchos de ellos me contaban que habían pasado mucho tiempo retenidos en Turquía y que fueron liberados ese mismo día 20 de marzo, cuando ya no sabían qué hacer con ellos.
He podido hablar con alguno de ellos a través de la valla reforzada con alambre de púas que impide su salida del centro y me he dado cuenta de que hay algo en común en las historias que todos me cuentan:
la mayoría siente una terrible mezcla de ira y de tristeza y muchos tienen la impresión de encontrarse ante una barrera infranqueable.
También he constatado que por el momento nadie está llevando a cabo ningún tipo de proceso legal para tramitar sus casos.
El 4 de abril, en una operación conjunta de las autoridades griegas y turcas, 124 migrantes y refugiados que estaban en Lesvos (procedentes mayoritariamente de Pakistán), y otros 66 que estaban en Quíos, fueron devueltos en un barco a Dikili, en Turquía. Aquella fue la primera devolución llevada a cabo tras la firma del vergonzoso acuerdo entre la UE y Turquía. Muchas de las personas con las que he hablado probablemente correrán la misma suerte.
Khadija, una mujer siria de 42 años de edad y originaria de Idlib está retenida en el centro de detención de Samos con sus cuatro hijos. «¿Qué nos va a pasar ahora? Después de haber sobrevivido a una guerra, no me puedo creer que nos vayan a matar aquí, en Europa. Mi marido murió en 2013 en el ataque con barriles bomba que destruyó nuestra casa. Después de aquello fuimos de pueblo en pueblo buscando un lugar que pareciera seguro. Estoy desesperada, por eso me llevé a mis hijos a Turquía”, me decía indignada. “Allí en Turquía tenía varios trabajos, pero tengo cuatro hijos y me costaba mucho lograr salir adelante. Decidí venir aquí en busca de seguridad y un futuro mejor. Y sin embargo, míranos: encerrados detrás de una valla reforzada con alambre de púas. Como si fuéramos delincuentes. Es injusto«.
Acompañado de su esposa embarazada de 7 meses y de sus dos hijos, Waleed, salió de Irak en febrero de 2016, un año y medio después de que el Estado Islámico se hiciera con el control de su ciudad, Mosul. Tardaron un mes en llegar a Samos. Antes de llegar allí, vivieron un corto pero traumático periodo de detención en Turquía y ahora se encuentran detenidos de nuevo, aguardando desesperadamente a que alguien les proporcione alguna información.
«Ya no hay compasión en este mundo. Míranos, mira a mis hijos”, exclamaba Waleed. «Hago lo que puedo para estar bien, pero ¿crees que esta es la forma de tratar a un ser humano? Se supone que deben protegernos, no encerrarnos en una jaula como si fuéramos animales salvajes. Nadie nos ha dicho nada de cuándo procesarán nuestra solicitud de asilo. Mi mujer está embarazada; ella no debería estar encerrada en un lugar sucio y abarrotado como este. Y por si fuera poco, todas las ONG han decidido irse, lo cual nos deja en manos de la policía”, me explicaba Waleed sin poder contener ya las lágrimas.
En otras partes de Grecia, la situación es igualmente complicada. Hay alrededor de 51.000 personas atrapadas en el país, ya sea en centros de detención, en los campos de refugiados o en los asentamientos informales. Unas 11 000 personas han decidido quedarse en Idomeni esperando una hipotética apertura de la frontera con Macedonia, a pesar de que las autoridades insisten en que ésta permanecerá cerrada.
Marietta Provopoulou, directora general de MSF en Grecia, me explica los sentimientos que le provoca esta situación: «Las cosas podrían haber sido diferentes, podrían al menos haber sido organizadas. Estamos asistiendo a un verdadero fracaso de la Unión Europea, que no es capaz de dar cabida a un millón de personas con respeto y dignidad. Un millón de personas no son muchas si pensamos en el tamaño y la población que tiene este continente. Cada uno de estas personas lleva tras de sí una historia personal de sufrimiento personal. Han hecho todo lo que estaba en sus manos para tratar de salvar su vida y la de sus familiares y fueron en busca de un futuro mejor lejos de la guerra y de las persecuciones. Cualquiera en su situación haría lo mismo«.